fascismo digital.
Mientras escribo estas lineas suena un disco. Sí, un CD. Esas cosas que tienen caja, un librito con fotos y letras de las canciones; que se pueden tomar con las manos, se venden en tiendas y se guardan en un estante. El que suena ahora es de Antony and the Johnsons, se llama I am a bird now y viene con un precioso booklet (el librito) con imágenes y detalles de la grabación. Lo compré en Sonar, una tienda del Paseo Las Palmas en Providencia, que tiene una excelente selección y no alcanza a medir 30 metros cuadrados. Si no encuentro lo que busco en ese lugar, cruzo a Respect, en el Portal Lyon, otra boutique de poco metraje y buen ojo musical; o camino media cuadra hasta Funtracks, en Nueva de Lyon.
Son las pocas opciones que van quedando en Santiago [& aquí en Concepción?] para un melómano que ama comprar música, que siente que invierte en placer y cultura. Que disfruta caminar, rodearse de gente, tomarse un café entremedio, socializando, mirando, oliendo y escarbando discos en los atriles. Digo que es lo que queda, porque ya no existe Fusión ni Billboard ni Spec ni Musimundo, la tienda B Music que estaba en Suecia cerró hace poco [que sorpresa tan trágica cuando fui a la tienda en el Mall y ya no estaba... & me gustaba tanto] y antes lo hizo Nextime Records, en esa misma calle.
El mercado de lo análogo, de lo tangible, está en crisis. Y para un hombre [o mujer] de 40 años [o de nuestra edad] que desde su adolescencia [o niñez] aprendió a coleccionar discos, libros, revistas, es decir, todas esas cosas que tienen peso y volumen y que apasionan por su contenido al igual que por su aspecto, duele el fin de un modelo que trajo tanta felicidad.
Es cierto que la industria discográfica es muy responsable de su destino, es verdad también que bajar música o descargar un libro en un eBook es mucho más ecológico que comprar la alternativa material, y hasta entiendo que eso permite pagar menos, pero hay cosas que no se pueden reemplazar. Por ejemplo, permanecer cinco horas en una disquería sin tener conciencia del tiempo, hasta que la espalda y las piernas obligan a descansar. Eso era algo que se podía hacer en las Virgin Megastore de Union Square y Times Square en Nueva York, que ya no existen.
Desaparecieron. Eran tiendas de miles y miles de metros cuadrados que tenían miles y miles de discos, libros, cómics, DVD y todo lo que se asocia con cultura pop. Te cansabas y entonces había un café para leer todo lo que quisieras. Subías y bajabas escaleras y todo te conducía a la felicidad. Daba lo mismo si comprabas: lo que podrías aprender un día en esas tiendas oyendo, hojeando, mirando y viendo era impagable.
Pasó lo mismo con la cadena Tower Records, que llegó a tener sucursal en Argentina en la época del cambio 1:1: ya no está. Quebró. Murió. Los que conocieron su maravillosa sucursal del Soho, en plena Broadway, sabrán que difícilmente vuelva a existir una disquería con más onda. Pero la demolición no se conforma con las disquerías. La cadena norteamericana de librerías Barnes & Noble está en venta, y no exactamente por sus buenos resultados, mientras Amazon.com, que será muy eficiente, pero no es más que un frío y etéreo sitio web, nada en plata. Y hay más, Blockbuster está al borde de la quiebra, pues la gente ya no va a arrendar películas. Para qué: lo hacen con el botón del control remoto [también se pueden ver on-line].
Es el fascismo digital con letras mayúsculas: todo lo que puedas hacer con tu teclado o algún aparato electrónico reemplaza a esa necesaria y exquisita sensación de bucear en el mundo real, de usar el tacto, la vista y el olfato para conocer y recorrer y navegar (pero con los pies, no con los dedos). Me deprimo. Me bajoneo. Porque es mi hobbie número uno, una parte de mi trabajo y un trozo de mi esencia. Me siento huérfano en un mundo virtualizado hasta lo inalcanzable, que roba placeres para transformarlos en clicks, en descargas, es ripeos, copias y almacenamientos. Maldita sea.
PorRodrigo Guendelman
Periodista y MBA, conductor en radio Zero.
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